Hola a todos los inconscientes, curiosos o despistados que, por h o por b hayáis venido a parar a este espacio que he creado para regurgitar mi conciencia si es preciso. Fuera de típicas jergas introductorias, lejos de palabras de protocolo, espero que el viajero disfrute de su pérdida, si así lo pretende, en este lugar para desahogar penas y esbozar deseos y sueños; para compartir desgracias e ilusiones .

Saludos desde el mundo invertido.

José Costa

domingo, 15 de abril de 2012

La contingencia.



¿Volvería a ver su rostro sonreír?. Aún no lo sabía. Se despidieron con un beso, y luego con la mano hasta que el taxi se alejó perdiéndose en las arterias de aquella ciudad, donde una noche habían coincidido en un portal mientras se guardaban de la lluvia. Ninguno de los dos, hasta mucho tiempo después, había de sospechar que aquel lunes sin color, que aquellas horas grises en que habían decidido salir a la calle sin más propósito que el de encontrar una solución a las nimiedades cotidianas , habría de significar el final para los dos. Aquella contingencia, la de salir sin más a la calle, coincidiendo en el espacio y en el tiempo en un lugar determinado, la de la lluvia incesante… Todo resultaba una conjuración macabra; una sucesión de segundos alineados en dos voluntades ajenas que sin embargo se buscan sin creerse en voluntad de buscarse. La contingencia, bonita palabra. O no.
  Mas de una vez hablaron de ello después de hacer el amor en algún hostal, o en el piso de Judith. Con el tiempo, incluso desarrollaron la capacidad de encontrarse casualmente en cualquier lado, sin importar la hora o la situación previa. Se intuían en el espacio, a través de aquella maraña de coches y de horas perdidas. A veces en un café, otras frente a un escaparate, en una librería. Durante algún tiempo llegaron  a dominar el destino escondido en las posibilidades. En cada decisión que tomaban, por insignificante que pareciera, estaban eligiendo al otro constantemente. Claro que, después de los primeros encuentros todo se reducía a una cuestión matemática: al tamaño de la ciudad, el número de cafés y de librerías, o al número de bancos de los parques. También pasaba que cada vez era mayor la necesidad de verse, y aunque nunca lo reconocieron, ambos, cada uno a su modo, aprendierón a moverse con los pies del otro,  a sentirse otra cosa distinta de sí. Se amaban en silencio. Se amaban en el miedo de amarse. . Lástima. 
 Lástima, porque de haber sido al contrario, probablemente ella no hubiera cogido ese taxi que poco después se saldría de la carretera en un despiste del taxista que había pasado la noche en el puticlub, y no había conseguido la dosis necesaria de cocaína para mantenerse despierto al día siguiente. Lástima porque el chico de la ambulancia, que le había cambiado el turno a un compañero,  no podría ver cómo su mujer daba a luz una niña preciosa que se había adelantado de repente y a la que llamarían Judith, por capricho de su madre, aunque él hubiera preferido algo más tradicional. Se maldecía de su suerte constantemente mientras cruzaba la ciudad y le informaban por radio de que lo más probable es que no hubiera supervivientes. La chica había muerto en el acto.  El taxista salvaría la vida gracias al airbag delantero.
  Lástima porque ella lo hubiera dejado todo para no tener que marcharse. Porque en el fondo ansiaba escuchar de sus labios aquello que sus labios y sus ojos y sus manos delataban a cada instante. Pero no dijo nada, solo un beso cargado de resignación y un adiós lejano con los ojos vidriosos.
  Camino al aeropuerto no pudo evitar llorar tímidamente, mientras el taxista la miraba a través del espejo retrovisor. No tenia buena cara. Poco a poco fue alargando la mano buscando sus piernas mientras se relamía y la controlaba  con la mirada. Forcejearon un poco hasta que la dejó en paz.
   Luego no tardó en cerrar los ojos y matarla: Primero sintió frío, después nada. Ni siquiera pensaba en él.

  Después de que se fuera se quedó mirando la calle aun unos minutos. Veía latir la ciudad en un caos absurdo. Las lucecitas de los semáforos, el hombrecillo verde y el rojo. Se ofrece señora de la limpieza en una farola; si, al lado de se busca compañera de piso que no fume. Mejor volver a casa y dormir un poco. En el fondo había tenido suerte, se decía mientras caminaba sin prisa hacía su bloque que ya asomaba dos calles más arriba. Tendría que dar las gracias a Julio por haberle cambiado el turno con la ambulancia, y prepararse para suplir las próximas veinticuatro horas de un tirón. 
  La luz del salón estaba encendida. Últimamente siempre andaba con la cabeza en otro lado, (de otra forma nunca hubiera dejado la luz encendida). Colgó el abrigo en el perchero y apagó la luz. 
   En el dormitorio había varios libros abiertos sobre la mesa, entre papeles llenos de notas y borrones. Los miró un momento y se preguntó el porqué de tantos tachones sí la mayoría de las veces no conseguía siquiera sacar una idea que mereciera la pena tener. Luego la costumbre de leer varios libros a la vez , desordenadamente, un poco por intuición o por impaciencia… Claro, por eso tanto borrón, concluyó. 
   Ni siquiera se quitó la ropa, simplemente se echó un momento sobre la cama y perdió la conciencia. 
   En unos minutos estaría otra vez con ella; en el mismo portal el mismo lunes cualquiera, bajo la misma lluvia. Esta vez no olvidaría decírselo;  pues tenía toda la eternidad para recordarlo.
 

sábado, 14 de abril de 2012

Vuelta a empezar.



El gato había terminado por romper la bolsa y había sacado los restos de lo que parecía un muslo de pollo asado. Con una pata sostenía la parte más gruesa de la pieza mientras repelaba el resto, hasta la más mínima pizca de carne que se hubiera incrustado en los huesos. 
  Costa se quedó mirando el sucio hocico del animal que había parado de comer y lo miraba con sus grandes ojos amarillos alerta, como dos gotas de luz a once mil metros de profundidad, en el océano. “Tu debes andar más abajo, mucho más abajo, compadre.” Siempre le habían asustado las aguas oscuras. Las aguas negras y opacas que bajo sus pies se arremolinaban, arrastradas por corrientes invisibles. Lo aterraba la idea de no ver más allá de la superficie de las cosas, la sola concepción de la oscuridad por la oscuridad. Realmente resultaba grotesco. 
  El gato lo miraba fijamente y durante un momento intentó sin éxito establecer cualquier tipo de contacto mental con el animal (Pues era una estúpida costumbre que tenía desde hacía tiempo, nadie sabe porqué, la de intentar comunicarse con los animales). “Eres un imbécil pero de los auténticos, Ricardo”, pensaba “ Solo es un puto gato”. Luego, sin saber muy bien por qué, siempre acababa enredado en razonamientos, en vericuetos absurdos de la mente, caminos de confusión y dislocaciones varias que le hacían pensar que tampoco existía una excesiva distancia entre el gato y él. Y vuelta a empezar.

martes, 10 de abril de 2012

Una orilla del camino.



Una flor empieza a romperse, aprovechando los últimos rayos del sol, dejándose acariciar por ellos mientras se despereza, lentamente, solitaria en una en una orilla del camino. A su lado un pequeño escarabajo arrastra trabajosamente su bola de mierda, tan grande que casi lo supera en tamaño por dos veces. Intenta subir un peñón aislado, cerca de la florecilla, pero la bola siempre acaba cayéndose. Vuelve a probar. Ahora parece que lo consigue, incluso parece haber avanzado un poco más en su hercúleo esfuerzo por llegar a la cima, y aunque ha vuelto a caer, por más que el viajero lo observe pataleando inútilmente en el suelo, rendido ante la fuerza de la gravedad, en el fondo sabe que está cada vez más cerca; que incluso, probablemente, la primera cima que hubiera divisado, no fuera esta misma cima que ahora persigue y que se le va escapando con  cada centímetro ganado a la piedra.


  Todos nos caemos alguna vez de la cima sin haberla conquistado, sentimos, de algún modo, que todo se nos vuelve como lejano. Para colmo las grandes bolas de mierda. Tan grandes se hacen que la mayoría de las veces acaban por pringarnos, por sepultarnos en los deshechos de los demás y  los nuestros propios, sobre todo en éstos últimos, que son, a su vez, la mierda del otro.


  Tras un momento de observación, a la espera de que el insecto dé alguna muestra fiable en aquélla empresa de subir el peñón, el viajero de las preguntas extrañas, el mismo que se rasca la cabeza y la nariz, el mismo que duda ante la disgregación de los caminos, este mismo, concluye en que no merece la pena andar siempre anegado de mierda subiendo cuestas. No hay necesidad de salir del fango si al final volvemos al fango. Si al final no somos sino el propio fango.

Los hombrecillos.







 A veces pienso que las palabras tienen vida propia, que me poseen, que al cabo del tiempo son como un espejo; y siento que al escribirlas, estoy delatando una parcela de mi ser, y que, al amarlas, se van volviendo lo que soy hasta quedarse, hasta adueñarse por completo de mí. Tal es mi locura que incluso soy incapaz de hacer nada si no me lo dicen ellas. La mayoría de las veces ni siquiera tengo que escribirlas en un formato definido: basta con mirar un diario, con escuchar las conversaciones ajenas o soñar despierto antes de tomar mis medicinas para dormir. Ellas solas se van escribiendo en mi cabeza; constantemente, mientras me dan de comer, mientras me cambian el pañal, mientras duermo. Deben ser estas pastillas del demonio.
   Cuando despierto a penas puedo abrir los ojos. Soy un cachorro de lobo recién parido, un cachorrito adorable en brazos de una mulatita preciosa. Los párpados pegados, las legañas… que bien se esta con los ojos cerrados, carajo. Es entonces cuando más escribo, y organizo  mi mente para  el resto del día. Muchas veces, la mayoría, es como si, ya una vez despierto, tuviera entre mis manos la edición definitiva de mi obra, el volumen terminado con sus páginas frescas y olorosas, pulido y corregido desde el índice hasta el punto y final. El trabajo previo, los manuscritos, los estudios… todo ha sido trabajado a fondo durante la noche, con una diligencia sagaz, durante los sueños que ya no recuerdo. Imagino a los hombrecillos y señoritas que viven dentro de mi, atareados de acá para allá, con papeles en la mano, fumando Winston o cualquier porquería de liar, bebiendo café mientras revisan ojerosos las palabras que brotan sin descanso de mis tejidos cerebrales mientras duermo. Los imagino en la sala de proyección tomando nota de cada imagen; de Marina riendo, cogiendo flores en el jardín de mi casa sin jardín; de las enredaderas que trepan el techo agrietado y se van descolgando hasta volverse una jungla, con sus indígenas y todo pintados de azul, y su piel de pantera sobre la cabeza mientras preparan un corazón sobre las grandes hojas mojadas y verdes del humus ecuatorial: en cuclillas, todo bien sazonado, aun parece latir. De nuevo Marina. Ahora el pelo de Marina. La jungla. Los indígenas. El corazón latiendo vestido de sangre espesada, menú del día: corazones en su salsa.


  Esto no se lo cuento a nadie porque no quiero que piensen que estoy loco. Sentirse loco es sentirse desplazado. ¿Se imaginan un mundo sin locos?. Desde luego para el sector de los manicomios sería un duro golpe: zas , y todos al paro de un plumazo, las enfermeras, los chicos del comedor. Que desastre. Habría que inventar nuevos locos para darle trabajo a esa gente, establecer planes de acción acordes a momentos de crisis, con sus gabinetes extraordinarios y sus convenios patronal- sindicatos-sector público. Que pereza la cordura, tu. Que locura.

viernes, 6 de abril de 2012

Se puede dudar de dios.

Se puede dudar de dios, de la razón absoluta, del sistema financiero, de los cafés de máquina, de las bebidas de discoteca, de la calidad de un producto, se puede dudar de una idea, se puede dudar de dudar siempre, se puede dudar de no dudar. Pero el amor es innegable. Sólo es posible amar en grado positivo.

Un niño es.


El niño que se va haciendo adulto, muere. Muere como niño, como entidad de niño, como “concepto” , si se pretende. Un niño es algo así como una novela por escribir; algo así como la veleta que se agita incesante y se arremolina dentro del pecho. Un niño es una tormenta dulce. Es todo lo que aún no es.
  El niño se hace adulto y muere, definitivamente. La pena, sin embargo,  consiste en volver a ser niño; en sentirse niño al cabo de los años y morir un poco más cada mañana, frente al espejo, contemplando cómo se nos escapa lo que fuimos, cómo dejamos de ser a cada instante. Cómo añoramos el tiempo que nos olvida. 

La Taza.


Estaba de espaldas sobre la cama. Yo había preparado café cuando aún era de noche. Las dos tazas solitarias estaban sobre la mesita de luz, frías y olvidadas, como esperando a ser bebidas de un modo u otro, lejos ya de del placer de humear cálidamente para regocijo del bebedor dando con su dulce neblina en las narices.
   Todo estaba gris. La escena parecía haber sido preparada a conciencia en un estudio de cine. Cada detalle tenía un por qué, nada se había dejado al azar; un atrezzo perfectamente medido y estudiado. Desde la disposición de los objetos hasta la actitud de los sujetos. 
  Lo bueno de tomar el café frío es que uno no se quema los labios. También viene bien de cuando en cuando para evacuar. El margen de fallo en este caso, sobre todo en ayunas, es mínimo. Yo había cogido mi taza; recuerdo que la sostuve en la mano como si quemase, como si a pesar de todo no hubiera perdido aun, aquél objeto, su esencia tradicional de taza. Porque uno agarra los objetos conforme estos son; me refiero, a partir de la idea que tenemos de ellos. Por ejemplo, un vaso corriente es un vaso corriente, se puede descuidar la manera de cogerlo, es simplemente un medio que utilizamos para beber agua, para hidratarnos. Si el vaso es transparente se entiende mucho mejor que así sea, porque queda de manifiesto su transparente intención, su inmensa sinceridad mostrándonos las entrañas de sí, de su contenido. La taza no, la taza es distinta. Es más cálida, mas hogareña, más reservada. Es básicamente calor. Si se rompe un vaso por ejemplo, no es una gran catástrofe, sin embargo, cuando se rompe una taza, siempre nos queda un pequeño sentimiento de culpa porque de alguna manera la taza es un objeto más entrañable al que, de algún modo, se le acaba tomando cariño con más facilidad. Es un clásico: mi taza- mi taza de la suerte-mi taza del desayuno-mi taza de la merienda. Taza de recuerdo de no sé donde que nunca uso. Taza que saco a los invitados cuando no quedan más vasos pero, siempre, como último recurso.
 Un poco por eso sostenía, como dije, la taza tomada por la base, apoyada ligeramente en mi regazo, con esa sensación de fragilidad y nostalgia que se nos cuela en el alma en los días grises que alumbran a los poetas y enfrían tazas cálidas de café, con esa sensación que centellea en el pecho tras la ventana, viendo al aire fundirse con la mojada ley de la gravedad...